Recuerdo aquella exclamación
enfatizada que viajaba por el hilo conductor y resonaba en mi oído izquierdo que me decía:
-¡Qué poca vergüenza!-
Ese día alguien tuvo los santos cojones de decirme justo
lo que yo ya sabía.
Y es que no es fácil encontrar una persona que te diga
las cosas de frente en un lugar como este.
Debo confesar que en ese preciso instante me enamoré. Sentí
un orgasmo sublime, de esos que no había sentido nunca excepto cuando me
“mandan a la mierda”.
Unidos por el radicalismo; esa doctrina de la vida que
nos hacía comprendernos. Había encontrado
mi medio limón, tan ácido y jugoso que era capaz hasta de escandalizarme. Algo
que no habían conseguido aún ni todos los sinónimos del cinismo.
Sólo confiaba en él,
pero en grado extremis; es decir, que hubiese permitido que me inyectara un catéter con cianuro
directo al corazón, porque sabía que hasta el mismísimo veneno podría salvarme.
Dispuesta a cualquier daño colateral, yo me ponía a su
merced para que me arrebatara algo más que la vida.
Presa del verdugo de mis sueños. Azotada y posesa por la
narcosis que me poseía.
Y yo radical, pero impasible… disfrutando de mi eterna
condena.
Mi desfachatez le susurraba lo hijo de perra que era,
pero él sabía contrarrestar mis galanterías con un adorable “Te mato”.
Y así avanzaba nuestra relación de fantasía inversa, donde la palabra puta no
significaba que abriera mi raja para él, sino que caminara siempre dispuesta a
su lado.